

Cada mañana se produce una nueva llegada.
Un gozo, una depresión, una mezquindad,
alguna conciencia momentánea viene
cual visitante inesperado.
Dales la bienvenida y entretenlos a todos,
aunque sean una multitud de preocupaciones
que barren violentamente tu casa
Sigue tratando a cada huésped honorablemente,
tal vez estén limpiando el camino
para alguna nueva dicha.
El pensamiento oscuro, la vergüenza, la malicia,
recíbelos riendo en tu puerta,
e invítalos a pasar.
Sé agradecido por quien quiera que llegue,
porque todos han sido enviados
como guías del más allá.
Este es el discurso que Steve Jobs (fundador de Apple y Pixar), pronunció durante la ceremonia de graduación en la Universidad de Stanford en agosto de 2005. Dura un rato, pero de verdad merece la pena.
Ahora bien, no puedo evitar decir que la traducción tiene algún fallo.
Al final, Jobs repite una frase varias veces, como colofón del discurso. Una de las palabras está traducida por ALOCADO y por lo que más quieras, haz como que lees IMPRUDENTE.
El traductor, además, se ha valido de la transcripción de la conferencia que hay colgada en la red. Y con toda probabilidad, Jobs debió de hacer alguna correción de última hora sobre el original, con lo cual a veces los subtítulos se alejan algo del discurso.
Esto sucede precisamente en una de las partes que más me gusta. Así que aquí la pongo, traducida un poco más fielmente.
«No puedes unir los puntos mirando hacia adelante, sólo puedes hacerlo mirando hacia atrás. Por eso, tienes que confiar en que los puntos se conectarán de algún modo en el futuro. Tienes que confiar en algo: tu instinto, el destino, la vida, el karma… lo que sea. Porque creer que los puntos se unirán con el tiempo te dará la confianza para seguir a tu corazón, incluso cuando te aparte del camino más ortodoxo.
Eso será lo que marque la diferencia.»

Me ha parecido muy simpático este recorte y, como además hace juego con el título del blog, aquí te lo dejo.
(Tendrás que picar sobre la imagen para que se abra en una nueva ventana. Así podrás leerlo sin dejarte las retinas en el intento).
¿Simpático, no? Pero no me quedo a gusto sin hacer unos comentarios.
Se trata de un chiste feminista del tipo «todo-lo-masculino-es-malo/ todo-lo-femenino-es-bueno».
Realmente confío en que este tipo de feminismo trasnochado esté dando sus últimos coletazos (y enfatizo lo de «este tipo»).
La historia es típica. De lleno en el fragor de la batalla de sexos, se opta por combatir al «enemigo» con sus propias armas. Así que, «ellos son tontos, están hechos para servirnos, nosotras les aguantamos porque ellos nos son útiles…» es gracioso ¿verdad?
Sin embargo, simplemente cambia el género a la frase:
«Ellas son tontas, están hechas para servirnos, nosotros les aguantamos porque ellas nos son útiles…» ¿Sigue siendo gracioso?
Como poco, es políticamente incorrecto. Eso como poco.
Aunque realmente, lo más probable es que si alguien hiciese un chiste al respecto, hordas de feministas encolerizadas se abalanzarían en pie de guerra sobre el/la autor/a como si el/la mismísimo/a Belcebú se hubiese manifestado.
(Porque, queridas amigas, si Dios es mujer, el Demonio también lo es. ¡Regocijémonos ante la buenanueva!) Si una afirmación del tipo «ellas son tontas» es inexacta (y digo inexacta, no una manifestación del maligno), su contrapartida masculina también lo es. Lo triste es que, de igual modo que durante muchos años las mujeres hemos venido creyendo ese tipo de afirmaciones, hoy en día son muchos los hombres que realmente creen ser un género maldito, imperfecto, y que lo masculino es tan sólo un motivo de vergüenza o algo contra lo que hay que luchar. Porque todo aquello que se aparta del «como han de ser las cosas» femenino se considera un defecto. Y en algunos casos puede ser cierto, pero en la mayoría, se trata simplemente de un «como han de ser las cosas» masculino.
Anécdota real:
Comentario reciente de una chica (Inteligente, guapa y moderna. Y lo digo sin asomo de ironía), sobre sus preferencias en cuestión de hombres:
«Buff, mi hombre ideal es muy difícil de encontrar. Porque lo que yo verdaderamente quiero es una mujer con polla«… (¿Recuerdas ese chiste taaaaaaan machista, sobre que la mujer es la parte que le sobra al coño?)
Hemos tirado el agua de la bañera con el niño dentro. Y digo el niño. No el/la niño/a.
Ni los unos son superiores a los otros, ni los otros sirven a los unos, ni nada por el estilo. Una mujer en un nivel bajo de desarrollo moral es igual de terrible para ella y su entorno como un hombre en las mismas circunstancias. Y, por supuesto, los estadíos de desarrollo moral en hombres y mujeres, aunque paralelos, varían sensiblemente (para más info sobre este tema busca los estudios de Carol Gilligan; la «ética de la justicia» y la «ética del cuidado», apasionante).
Somos compañeros de viaje. Diferentes, ¡puedes apostar por ello! Más incluso de lo que la mayoría nos imaginamos. La investigación en este campo ya hace años que lo corrobora. En el ámbito de la comunicación, los estudios de Deborah Tannen son ya un clásico. Un libro divulgativo sobre el tema, más reciente y conocido lleva por título «Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus» (la forma tiene un toque bastante yankee, pero el contenido es impecable). Altamente recomendado.
Anécdota real:
Comentario de un hombre (sin duda desde un nivel elevado de desarrollo moral) sobre la relación con su esposa:
«Me parece a mi que, cultivando el respeto se está generando el germen para cambios profundos. En mi caso, todas las cosas de mi esposa yo no las entiendo, pero he aprendido a respetarlas y eso nos genera una gran armonía. Simplemente no pierdo tiempo en entenderla y más bien invierto tiempo en respetarla. Con el tiempo… la entiendo.»
Bien. Somos diferentes. Pero ahí está el desafío. En respetarnos y tolerarnos. Y eso significa que aquello que nos parece descabellado, aquello por lo que nos echamos las manos a la cabeza, que nos hace decir «flipo con los hombres/mujeres»… es justo aquello que debemos esforzarnos por tolerar y, con el tiempo, comprender. No olvidemos que es la comprensión la que lleva a la empatía, y no viceversa.
He ahí la piedra filosofal en las relaciones humanas profundas, sanas, enriquecedoras y llenas de significado. En el fondo, es lo que casi todos buscamos desesperadamente, bien sea vía liftings, implantes mamarios, cochazos, triunfos empresariales…. etc. Lo que creemos que se compra con dinero, realmente se compra con tolerancia.
Tolerancia: Respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.)
Es difícil, pero barato. Y la recompensa está asegurada.
Comenzaba a oscurecer cuando apareció en el campamento un muchacho joven, de unos veintitantos años; no llevaba mochila ni ropa de montaña. Ni siquiera calzado adecuado. Todos nos quedamos muy sorprendidos al verle llegar. Nos encontrábamos en un lugar poco conocido al que sólo se podía acceder después de día y medio de camino a pie.
– ¿Y tú de dónde sales, chaval? –, recuerdo haber preguntado.
El muchacho bajó la vista, se encogió de hombros, inspiró profundamente y sin perder la cadencia lenta y liviana con la que había llegado hasta allí, comenzó a relatarnos su historia.
Nos contó cómo había aparecido una mañana cualquiera, tres o cuatro meses atrás, en medio de un campo de batalla absurdo. Como si de pronto hubiese despertado de un sueño, pero sin un sólo recuerdo de quién era, ni de cómo había llegado hasta allí.
– ¡Eh! ¡Tú! ¡Sal de ahí, loco! ¡Te van a matar!, –le había gritado una voz lejana que parecía surgir desde el fondo de una trinchera, justo detrás de un brazo que gesticulaba enérgicamente.
Le llevó unos instantes tomar consciencia del lugar en el que se hallaba. Desconcertado, se encaminó lentamente hacia aquel brazo gesticulante, mientras a lo lejos, el rumor de la batalla no parecía cesar ni por un instante. En un momento dado, temió por su vida y echó a correr.
– ¡Aquí, aquí! –gritaba el brazo mientras seguía agitándose–, ¡corre muchacho! ¡hacia aquí! ¡rápido!
Unos disparos comenzaron a oírse muy cerca. Casi podía sentir el aliento de las balas silbando junto a sus oídos. Cuando sólo le faltaban unos pasos para llegar a la trinchera, tropezó y cayó aparatosamente de bruces al suelo. En ese momento, el mismo brazo que hasta entonces había estado llamándole se alargó desde su escondite y, con un gesto rápido, tiró de él.
Por un instante – nos dijo –, no supo si estaba huyendo de la muerte o yendo hacia ella.
– ¿Te han alcanzado, muchacho? ¿estás herido? –dos hombres, de edad avanzada, le miraban fijamente. Vestían unos viejos uniformes militares, bastante sucios y desgastados.
– Estoy bien, tan sólo he tropezado, –dijo temblando.
– Por el modo en que caíste, pareció que te hubiese alcanzado una bala por la espalda ¿verdad Oliverio? -dijo el otro hombre, que sostenía un viejo fusil entre sus manos, todavía con el dedo en el gatillo–. ¿Cómo te llamas muchacho?
– Y… ¿de dónde demonios sales? –se apresuró a añadir el tal Oliverio.
– La verdad es que no lo sé. No consigo recordar nada –dijo el muchacho después de reflexionar unos instantes–, tan sólo recuerdo que le oí gritar y que vi su brazo haciéndome señas para que me pusiera a cubierto. En cuanto pude reaccionar eché a correr hacia aquí. No puedo decirles nada más.
Los dos hombres cruzaron entre si una mirada de complicidad, como si estuviesen de acuerdo en que aquel chico no se hallaba del todo en sus cabales.
– Y ustedes, ¿qué hacen aquí? ¿qué guerra es esta?
– ¡La gran guerra! –contestaron ambos al unísono, como si la respuesta fuese más que obvia.
– La gran guerra… Nunca he oído hablar de ella. ¿Cuándo empezó?
– Pues verás, muchacho, nosotros no lo recordamos. Mi hermano y yo nacimos aquí. Y según nos han contado nuestros padres, ellos también nacieron aquí… y también los padres de nuestros padres.
– ¿Aquí?… ¿Aquí, dónde?
– ¿Dónde va a ser?… ¡En la trinchera!
Ahora era yo –nos dijo el muchacho–, el que creía haber topado con dos desequilibrados. Decidí que lo mejor sería averiguar cuanto antes cómo podía salir de allí.
– ¿Qué dirección debo tomar para alejarme de esta guerra?, –los dos hombres se miraron con expresión incrédula.
– ¿Alejarte de la guerra? ¡Ni lo intentes, muchacho! Nadie que haya salido de aquí ha regresado jamás con vida. Sólo quedamos nosotros dos. Y en un tiempo éramos muchos de familia, ¿verdad Oliverio?… papá, mamá, el abuelo Matías, la tía Francisca, los primos: Juan y…
– Pero –interrumpió el muchacho, que estaba empezando a impacientarse–, hace ya un buen rato que no se oyen disparos cerca ¿no les parece? Quizá sea seguro salir.
– ¡Uy, hijo! Disparos cerca… ¡hace mucho tiempo que no se oyen! Antes incluso de que se fuera el primo Juan ¿verdad Oliverio?, hará ahora unos cinco o seis años.
– Pero, ¡si yo mismo oí disparos cuándo corría hacia aquí!
– ¡Claro! –dijo Oliverio, mirando al muchacho con una expresión compasiva–. Mi hermano te cubría las espaldas con su fusil mientras tú corrías hacia aquí. Siempre hay que estar alerta ante el enemigo. ¡Nunca se sabe!
– Han sido ustedes muy amables caballeros. Pero creo que ha llegado la hora de irme.
El muchacho, decidido, trepó al borde de la trinchera y se alejó de allí con paso tranquilo.
– ¿A dónde vas, loco? ¡vuelve aquí! ¡corre! –Se paró un momento, miró hacia atrás y pudo ver un brazo gesticulando enérgicamente allí dónde se oían los gritos de Oliverio–. ¡No volverás con vida! ¡vuelve aquí muchacho! ¡rápido!
Junto al brazo apareció el cañón de un fusil, que empezó a disparar con la intención de cubrirle. De repente, sintió una gran compasión y un profundo agradecimiento hacia aquellos dos hombres que, de corazón, deseaban librarle de una muerte que consideraban segura.
– ¡Adiós! ¡cuídense!… ¡muchas gracias por todo! –, les gritó. Y siguió caminando. El rumor de aquella batalla lejana se fue disipando cada vez más hasta que desapareció.
– Poco después – nos dijo el chico–, llegué a la plaza de un pueblo.
– ¿Como te llamas, muchacho? –pregunté al cabo de un rato en que todos habíamos permanecido en silencio.
– Les acabo de contar que no lo sé, –nos dijo.
Fue entonces cuando empezamos a pensar que aquel chico necesitaba ayuda. Decidí indagar un poco más.
– Y eso que nos acabas de contar… ¿Dónde ocurrió?

– Intenté regresar, pero no fui capaz de volver a encontrar aquella trinchera. Al principio pensé que había olvidado el camino. Hasta que me di cuenta de que no se trataba de un hecho aislado. Una vez que abandono un lugar, no puedo volver a él ni siquiera instantes después de haberme ido. Ya no está allí. En su sitio me encuentro siempre algo totalmente diferente. Por eso, al abandonar aquella guerra absurda, llegué a la plaza de un pueblo. Y justo antes de encontrarles, venía de una playa preciosa, de arena fina y aguas tranquilas.
Las miradas de todos nosotros se cruzaron. Probablemente del mismo modo en que se habían cruzado las miradas de aquellos dos soldados, en la historia que nos acababa de contar.
– ¿Saben? He llegado a acostumbrarme a esto. Pero también les diré que pago un precio muy alto. Estoy condenado a una forma muy cruel de soledad. Ustedes, por ejemplo, han venido hasta aquí juntos pero yo he de viajar siempre solo, aún en contra de mi voluntad. Ustedes saben quienes son, cómo se llaman y cual es su origen. Yo, probablemente, nunca podré averiguarlo.
Ya era tarde, hacía un buen rato que había oscurecido y decidí que lo mejor sería que todos nos fuésemos a dormir y quizá al día siguiente pudiésemos aclarar algo más de toda aquella extraña historia.
– ¿Por qué no pasas la noche con nosotros? –le sugerí–, puedes dormir en mi tienda. Y no te preocupes, llevamos siempre una de repuesto por lo que pueda pasar. Esta noche descansa y mañana seguiremos charlando.
Abrí la cremallera y con un gesto le invité a entrar. Sonrió, mirándome de un modo que no he podido olvidar, dio las gracias a todos y entró.
A la mañana siguiente, no pudimos encontrar ni rastro de aquel chico. Organizamos una búsqueda intensiva por los alrededores sin resultado alguno. Sólo encontramos una huella de zapato justo a la entrada de mi tienda de campaña, donde se supone que había pasado la noche. Tan sólo una, tan sólo un paso hacia el interior, como si el otro pie nunca hubiese llegado a tocar el suelo. Pero lo más extraño fue que nos encontrábamos en medio de las montañas, a más de 400 kilómetros de la costa, y aquella huella estaba formada principalmente por una fina y dorada capa de arena de playa.