El hombretón que estaba sentado en la mesa de enfrente levantó la mirada del café que llevaba removiendo –sin saberlo– unos cinco minutos, cuando vi cómo la palabra tristeza resbalaba por sus mejillas.
Lenta, viscosa, desdibujada al igual que su mirada a través del cristal de la ventana salpicada de lluvia. Ya no removía el café, se limitaba a sostener la cucharilla dentro de la taza como si el tiempo se hubiese congelado en ese preciso momento.
Cuando la tristeza alcanzó la barbilla, los labios –con un temblor casi imperceptible– se entreabrieron. Quizá por el peso de la palabra. Quizá preñados de un suspiro sin aliento suficiente para nacer.
La palabra acabó cayendo dentro de la taza, el hombre salió de su letargo, y bebió un sorbo largo y lento de café frío.